Antigüedad y responsabilidad de la enseñanza por el maestro. Sus prerrogativas. Un buen maestro es un caso raro. ¿Cómo elegir un maestro? Preceptores y cursos públicos.
Hay personas que no deben a los libros nada de lo que saben: ¡Cuantos analfabetos quedan todavía en los países civilizados o entre los obreros del arte!
Por el contrario, no hay nadie que no deba nada a los maestros, ya sean estos humildes o ilustres. Antes que existieran los libros en el mudo, ya funcionaban clases orales; antes que resonara en el mundo la palabra humana, nuestros primeros padres se comunicaban mediante ejemplos lo que habían descubierto o lo que, por el mismo camino, les habían legado sus abuelos. Así la golondrina, en el borde del nido, ensena a sus hijos el uso de las alas. Y, si el hijo del hombre utilizo, ante todo, el método del descubrimiento para conocer las cosas, poco después, intervino la enseñanza, por ejemplo, ayudaba poco a poco por la voz. De manera que, ya sea por medio de gestos o de palabras, la enseñanza por el maestro es la base de la civilización y de la vida de cada uno de nosotros. Por ello tiene solamente una importancia un poco menor, por un poco menos venerable en la historia del espíritu, que la invención. No solamente el maestro precede, necesariamente, al libro-puesto que se aprende a leer con un maestro-, sino que se basta así mismo, puesto que, en rigor, la palabra reemplaza a la pagina; tiene, además, sobre lo impreso, una ventaja formal de eficacia: la presencia real y; la acción; el libro esta también presente, pero cuando el alumno se ausenta de él, este no tiene ningún medio para atraerlo. El libro es una cosa inerte hasta que los ojos establecen comunicación entre sus líneas y el espíritu vivo. El libro que no se lee es una lámpara apagada, que se enciende al contacto con la vista, como una bomba eléctrica cuando se hace pasar la corriente. Por el contrario, en el caso del maestro, este es quien establece la corriente entre sus alumnos y su persona; sus cualidades pedagógicas se ejercerán sobre el alumno, sin que este la busque, y muchas veces a pesar suyo. Su propia energía suplirá la débil voluntad del discípulo; contendrá el orden haciéndolo desaparecer con su método e impondrá la sabia economía del tiempo. Excitará en el alumno el afán de descubrir: lo guiara, lo disciplinará y evitara sus equivocaciones. La ciencia es un buen maestro que entra en el espíritu del discípulo por la persuasión, la fuerza y la astucia. Volviendo a la comparación anterior, según la cual, la enseñanza del maestro es el alimento masticado y medio digerido, podemos decir que, por muy pasiva que sea la actitud del convidado, asimilará ese plato y se alimentará. Tal fue el caso del duque de borona, cuyo maestro fue Fenelón; no se podía sonar en un alumno pero que el nieto de Luis XIV en el momento en que Fenelón emprendió la tarea de su educación: perezoso, peleador, libertino e ignorante. Y, sin embargo, no solo fue un príncipe adornado con todas las cualidades del espíritu, sino que llego hasta modificar su corazón; cuando murió, prematuramente, toda Francia lloro su pérdida. Es verdad que su maestro fue Fenelón, quien empleo todo su genio en un solo alumno, pero ¿Qué libro ha sido capaz de tal transformación?
Nada es más eficaz para aprender que la acción de un excelente maestro. Pero las mismas razones que hablan a favor de su excelencia, cuando el maestro es bueno, lo hacen ineficaz y hasta peligroso cuando es mediocre y malo. En una palabra, la enseñanza del maestro, vale justamente lo que vale el pedagogo. Ahora bien, los maestros son hombres, por lo tanto, los hay malos y mas mediocres que buenos. Es por esto que la enseñanza por el maestro da, de ordinario, resultados muy pobres, si no la ayuda de manera eficaz la inteligencia y la actividad de los alumnos. Un buen maestro es extremadamente raro. Se puede aplicar aquí, apenas modifica, la morada de Fígaro: con las cualidades que se exigen de un alumno, ¿cuántos maestros serian dignos de ser alumnos? Las cualidades que se exigen de los alumnos son, como ya visto, voluntad, orden y aplicación paciente; es necesario que el maestro las posea también, puesto que las exigirá en el alumno, y es raro que este las tenga antes de empezar los estudios. Pero es necesario, además, que el maestro posea cualidades propias, que no se requieren en el discípulo; ante todo, el saber, pues existen maestros ignorantes. La aptitud para comunicar lo que se sabe es otra de las cualidades, pues hay maestros, que no son sabios más que para sí mismos; los conocimientos han entrado en ellos, pero no saben salir. Y por último, la autoridad, don innato y poco común que rara vez se adquiere, y sin el proporcionara más que una enseñanza muy mediocre. Basta haber pasado algunos años de juventud en la escuela, para evocar el recuerdo cómico y deplorable de tantos maestros sin autoridad.
Lo malo es que el alumno adquiere de inmediato los defectos del maestro la ignorancia, el desorden, el despilfarro de las horas, pasan por contagio del maestro al alumno. Acuérdate de la aventura de aquel joven ruso que, creyendo aprender el griego con un emigrado de la Baja Bretaña, se encontró con que dominaba uno de los dialectos del bretón. Si el emigrado no sabía, ni siquiera leer, ¿cómo podía ensenarle la lengua de Jenofonte. Recuerdo también, el caso d un amable aventurero que me decía un día:
-Yo me ganaba la vida en Algeria, ensenando matemáticas a los árabes.
¿Sus discípulos árabes sabían francés?
-No.
-¡Entonces, usted sabe árabe!
-Tampoco. Pero eso no tiene importancia, puesto que tampoco se matemáticas.
Dejando a estos fantasistas como el gentil bajo bretón y mi aventurero, existen maestros que, sin ser completamente ignaros, no saben lo suficiente o han olvidado lo mejor de lo que sabían. La desilusiona del alumno que cree haber aprendido con ellos, no será menor que la de losa matemáticos árabes y la del joven ruso.
Aunque sabio, un maestro puede poseer malos hábitos, en cuyo caso corre el riesgo de sembrarlos en el espíritu de los alumnos; mi profesor de análisis, en la Escuela Politécnica, un eminente matemático, ensenaba tan mal como n o es posible imaginárselo; perdía en el pizarrón toda su sangre fría y no recuerdo haberle visto terminar una demostración; se apartaba tanto del objeto del curso que, a mitad de año no había llegado a la tercera parte del programa: no lo termino nunca. ¡Puedes juzgar el efecto de semejante desorden en los alumnos! No solo no aprendíamos nada, sino que teníamos que luchar contra su enseñanza. A pesar de todo no lo queríamos menos por esto, pues era un ilustre hombre de ciencia; pero, sin embargo, preferíamos a otros maestros menos celebres, ero mejores profesores, por ejemplo, a los señores Grimaux y Sarrau.
No ha sido por el solo placer de disertar que he dicho todo lo que antecede, sino para combatir una idea muy común: creer que tomar a un maestro es aprender, y que; proporcionar un maestro a un niño exponerlo en condiciones de avanzar en los estudios. Sí y no. Si, si el maestro es bueno; no, si es malo. He aquí porque las frases siguientes, tan corrientes, no tienen siempre mucho sentido:
- Mi hijo aprende dibujo-.Con quién?-. con una señora.
- El señor mengano ha terminado sus estudios.
- -este profesor de inglés es excelente, pero cobra demasiado caro. Me han indicado otro que cobra la mitad.
¿Cómo distinguir a un buen maestro, de uno malo y de otro mediocre?
El problema parece contradictorio, puesto que dicen las Escrituras que el alumno no está por encima del maestro, ¿Cómo, pues, juzgarlo?? Para medir al maestro no necesitara el alumno poseer sus mismos conocimientos?
¡pues bien! En la práctica es muy fácil desenmascarar a un mal maestro; se traiciona por su pereza y su desorden; la ignorancia no pasa desapercibida a un alumno atento, aunque sea ignorante. Este milagro se produce siempre, sobre todo, en las clases en común, donde los alumnos juzgan rápida y equitativamente
Al maestro; pregunta a los grandes funcionarios de la Universidad, y te dirán que un profesor calado en Brest es enviado a Nimes, será calado aquí al otro día.
Es deber de los padres vigilar los maestros a quienes confían sus hijos; esto es fácil cuando se les pone un preceptor, aun cuando el niño vaya a la escuela; aquel le hará contar la clase, le examinara los libros, se informará exactamente de las lecciones que se le ordenaron estudiar y leerá sus deberes; al cabo de dos o tres sondeos, habrá llegado a conocer el valor de la enseñanza del maestro.
¡Padres, sé firmes e implacables con los malos maestros! ¡Denunciad! Obstinadamente las costumbres absurdas de las escuelas; los libros desmesuradamente largos, los curos desordenados y desproporcionados que se arrastran pesadamente durante el año y se frangollan al final; denunciad la ausencia de control en la lección aprendida y el deber hecho. Nadie obligo al profesor a elegir su carrera; si la ha seguido libremente, que la ejerza con diligencia o que la deje.
En cada escuela debiera hacer un comité de padres, elegidos entre los mas instruidos para velar eficazmente sobre la enseñanza. Estoy seguro que, en cada clase, los alumnos elegirán con equidad y discernimiento el papa más digno de tal función.
Supongamos que hemos seleccionado un buen maestro. El éxito de la enseñanza no depende, sin embargo, solo de eso.
Será tanto menos eficaz cuantos más alumnos tenga un maestro, a la vez. Si a Fenelón se le hubiera confiado la misión de educar treinta o cuarenta duques de Borgoña, no hubiera triunfado treinta o cuarenta veces.
Ahora bien, la enseñanza de un maestro para un solo discípulo es un caso tan especial, que es casi despreciable. La gran mayoría de las personas que han aprendido algo con maestro, lo han hecho en clases en común; sin duda, en este caso, la acción del maestro es menos directa y menos intensa, pero ¡cuantos inconvenientes tiene, sobre todo, para el alumno, el sistema del preceptor! Cuanto más grande se la actividad desplegada por el maestro, mentir será la del alumno; su voluntad, su orden, su paciencia, serán suplantados por los del maestro; estas cualidades aumentaran en el alumno a expensas de del prójimo, por un fenómeno pasivo, como un anémico recibe sangre, rica en glóbulos rojos, por una transfusión. Despedido el maestro, el alumno se sentirá incapaz de aprender solo, cualquier cosa que sea; este caso se puede observar, de una manera notable, en las familia de reyes o de príncipes. Los niños de estas casas son, generalmente, muy instruidos pero, sus conocimientos tienen algo amorfo, de incoloro, de alimento en conserva. Y es notable que, en estas familias reales donde no se desperdicia ninguna oportunidad para cultivar los espíritus, se producen muy pocos casos de personas que sobresalgan realmente.
No olvides, pues, querido; lector, que no debes educar tú, ni educar a tus hijos, a la manera de las familias reales. La forma ideal de educación por el maestro, consistiría en comenzar los estudios con un excelente preceptor y continuar en excelentes escuelas públicas. Pero, como entre diez preceptores hay alrededor de cinco perjudiciales, y cuatro no muy buenos, suprimamos sin pena esta iniciación previa y recurramos alegremente a la enseñanza en común, las clases y los cursos son los procedimientos por los cuales se relacionan los que ensenan y los que quieren aprender. Suponiendo que los primeros cumplan bien su tarea, ¿Qué deben hacer los segundos para aprovechar bien la enseñanza oral?
Aquí no ocurre lo mismo que el caso del perceptor, que está a solas con el alumno: la iniciativa de este recobra importancia. Aunque las cualidades del maestro siguen siendo eficaces, existe un arte particular para ensenar al mismo tiempo a numerosos discípulos. Pero para el alumno que no quiere oír, ninguna clase de enseñanza oral, por maravillosa que sea, surtirá efecto.
SUBRAYANDO OBRAS LITERARIAS: El Arte de Aprender. Marcel Prevost. Colección Autral. Págs. 65. Argentina 1947.