Carlos Jijón
En su célebre ensayo sobre El arte de injuriar, Jorge Luis Borges postula que el insulto no es menos convencional que un diálogo de novios y argumenta que las recetas callejeras del oprobio ofrecen una ilustrativa maqueta de lo que puede ser la polémica. El hombre de la calle, por ejemplo, adivina la misma profesión en la madre de todos, o quiere que se muden a un lugar poco higiénico, “y una insensata convención ha resuelto que el afrentado no sea el agresor, sino el atento y silencioso auditorio”. Su método, resume, es la intromisión de sofismas; su única ley, la simultánea invención de travesuras; tiene, eso sí, la obligación de ser memorable.
El “insolente recadero de la oligarquía", pronunciado hace 30 años por el presidente Jaime Roldós en contra del entonces líder opositor León Febres-Cordero, resuena todavía en la memoria histórica del país. Casi tanto como cuando el también ex presidente Carlos Julio Arosemena, entonces de representante nacional, profirió contra otro legislador el vituperio de "catador de urinarios". Ni siquiera un lenguaje se necesita. Allanar la revista Vanguardia con un cuerpo especial de la Policía, como si de peligrosos delincuentes se tratare, e incautar la información contenida en las computadoras alegando no ningún delito de pensamiento, sino la mora en el pago de la renta puede ser tan devastadoramente injurioso como, según cuenta Borges, podía serlo en la Verona de Shakespeare, o en cualquier lupanar de Londres, morderse el pulgar o tocar la barbilla del hombre al que se quiere ofender.
El objetivo es denigrar. Y que la ofensa se recuerde siempre. Yo no creo que el interés en llevarse las computadoras, supuestamente embargadas, o el registrar las carteras de las reporteras, a manos de personal armado, se deba al deseo de impedir que la publicación salga nuevamente tanto como el de difamar a la publicación y a sus periodistas. No importa cual sea el resultado del juicio de inquilinato o si Vanguardia debía o no pagar una renta a la AGD. Lo que se quiere es descalificar a quien se considera contrario por el mero hecho de que no se somete y hace lo necesario para ejercer el periodismo con independencia. Y, por supuesto, atemorizarlos. No solo a ellos, sino también a los demás. El método ni siquiera es original. Otras dictaduras han actuado ya de manera semejante. Quizá la más célebre, la del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, mandamás de la República Dominicana, cuyos servicios de inteligencia se encargaban también de liquidar moralmente al opositor al que habían hecho desaparecer.
Vituperar al contrario ahorra el esfuerzo de refutar sus argumentos. Negar el contenido del libro El Gran Hermano, escrito por el director de Vanguardia, Juan Carlos Calderón, por ejemplo, es más fácil si, en vez de argumentar, le gritamos que pague el alquiler que debe. Una vindicación elegante de esas miserias puede invocar la tenebrosa raíz de la sátira, para decirlo en las enigmáticas frases del gran Borges.