LA INSTITUTRIZ INGLESA Llegó a la casa con una gran maleta, los señores no se preguntaron qué llevaría en ella debido a su magra indumentaria, su aspecto gris de mojigata y el gesto agrio, requisitos todos garantizados por la prestigiosa agencia, que ofertaba además de una estricta moral, el natural dominio del inglés, francés y alemán. Nada más ser presentada a los niños, estos ocultaron su disgusto y aversión como su exquisita educación les indicaba y la saludaron con una ligera reverencia que fueron efectuando del mayor al menor, según su madre los iba nombrando. Pasadas las semanas, los atareados padres comprobaron satisfechos cómo sus hijos iban aceptando a la nueva institutriz, e incluso detectaron signos de complicidad con ella y abierta simpatía, si bien, al mismo tiempo parecían distanciarse de ellos, sus progenitores, y creyeron ver cierto recelo o fingida condescendencia, que atribuyeron a lo novedoso de la situación. Fue el mayordomo, de natural aunque bien encubierta curiosidad, quien abrió la maleta que la institutriz guardaba en lo alto del armario, aprovechando que ésta instruía botánica a los niños en el paseo de los álamos. A partir de entonces, los flemáticos y despreocupados señores tampoco advirtieron el cambio en la actitud del mayordomo, antes tan estricto y correcto, y ahora tan proclive a desafiarlos llevándose una mano a los genitales cuando le dan la espalda.
Texto de Norberto Luis Romero
Fotografía de Manuel Orero.