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¿Qué pasó, el sábado, en Brasilia?

Gonzalo Peltzer

La presidenta argentina, Cristina Fernández, viuda de Kirchner, no asistió a la asunción de Dilma Rousseff como presidenta de la República Federativa del Brasil. He buscado excusas ocultas en las “razones personales” del escueto comunicado del gobierno nacional, pero no las encuentro. Es que no hay excusa que valga para que una presidenta argentina no asista a la asunción de mando de una presidenta brasileña. Muy mal, salvo que esté realmente enferma…
Y tengo la sospecha bastante fundada de que la presidenta argentina privilegió sus peleas por el poder en el partido justicialista, ya que la hipótesis más probable es la que dice que Cristina Fernández está enojada con Lula da Silva porque el ahora ex presidente del Brasil prologó el último libro de Eduardo Duhalde, el ex presidente de la Argentina, el mismo que propuso a Néstor Kirchner para terminar con Carlos Menem, enemistado con el antiguo matrimonio en el poder a partir de la metamorfosis antipopular del populismo reinante...
Si no se entiende en el Ecuador no importa, ya que en la Argentina nadie entiende nada tampoco. Pero basta que se entienda que por una pelea doméstica en su partido la presidenta de todos los argentinos desairó a la presidenta de todos los brasileños. Hay que agregar a este escenario que la economía argentina no supera hoy la del estado de San Pablo y que hace tiempo que Brasil está liderando los cambios políticos y sociales en el continente. Lula da Silva incorporó 30 millones de brasileños a la clase media y se retiró del poder con el 80% de imagen positiva (leyó bien: se retiró del poder). Para colmo de desaire, Lula da Silva vino especialmente al velorio y entierro de Néstor Kirchner y dijo unas emotivísimas palabras sobre el ex presidente y ex marido en la pasada cumbre de Unasur en Guyana.
Desairar a los brasileños es un pésimo supuesto para basar la política exterior de la Argentina. Pero además mostrar debilidad –depresión de Navidad, dijeron algunos– es una evidente calamidad como estrategia de política interna para la presidenta argentina. Y si el problema es de salud, parece prudente decirlo sin más vueltas.
Pero Cristina Fernández no fue la única mandataria sudamericana que no fue a la toma de posesión de Dilma Rousseff. Evo Morales se la perdió por la rebelión de sus propios votantes en contra del aumento a los combustibles. Evo tuvo que volverse atrás, ya que hasta un aumento de salarios que decretó para paliar los efectos del gasolinazo solo agregó más gasolina al fuego. Desdecirse es una de las alternativas menos recomendables para ningún presidente y menos para uno autoritario por la pérdida de autoridad que supone (lo sabe cualquier padre de familia).
Si Evo Morales y Cristina Fernández no fueron de la partida, Hugo Chávez no se quedó atrás en sus desplantes a la nueva presidenta del Brasil. El presidente de Venezuela hizo mutis por el foro antes de ser recibido en una reunión privada el domingo pasado por la nueva mandataria brasileña. Adujo las inundaciones en su país, pero los analistas explicaron que al bolivariano no le gustó el discurso nada socialista del siglo XXI de Rousseff.

Entonces, ¿qué pasó en Brasilia el fin de semana pasado?

Brasil ha decidido volver a la estrategia de relaciones exteriores del Barón de Río Branco: buenas relaciones y que parezcan independientes de los Estados Unidos de América. Durante su gobierno, Lula da Silva se apartó de ese eje que ahora Dilma recupera por su evidente fracaso. Fue la época en la que Brasil flirteó con Irán, con Chávez y el eje antinorteamericano. El fin de semana pasado, con el cambio de gobierno, apareció el momento oportuno para retornar a la estrategia secular de Itamaraty y de los grandes grupos influyentes de una de las primeras economías del mundo. Además, fue un triunfo de la diplomacia norteamericana en América del Sur: de un plumazo, sin desgastar a Brasil y con bastante suerte, desbarataron la liga antigringa sudamericana. Es la confirmación de una de las reglas elementales de la diplomacia: saber esperar.
Es hora de reconstruir las relaciones del bloque de naciones sudamericanas con los Estados Unidos según el pragmatismo de la política exterior brasileña. Hay que tener buenas relaciones bilaterales y guardar una cómoda independencia sin despreciar los intereses empresariales, el comercio exterior y la defensa del sistema democrático y republicano, siempre presentes en la estrategia exterior de Washington. Y seguir una estrategia común, consensuada y también independiente, entre los sudamericanos. Pero además y sobre todo, es preciso aceptar que el que manda por peso propio en las relaciones de América del Sur con los Estados Unidos es Brasil y no Venezuela ni la Argentina.